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lunes, 27 de septiembre de 2010

Testimonio Historia de un secuestro


La noche del 23 de octubre de 2001, don Alberto* salió de su negocio acompañado de dos colaboradores. Siempre lo hacía así, jamás imaginó que sería la noche más larga y obscura de su vida, el inicio de una pesadilla que se prolongaría por 141 días.
Torreón, Coah.- Eran cerca de las 20:00 horas cuando don Alberto caminó a su vehículo, una Explorer gris metálico, al entrar al estacionamiento de la calle Juan Antonio de la Fuente y avenida Presidente Carranza, le salieron al paso dos sujetos armados con sendas pistolas. Lo jalaron del brazo izquierdo mientras gritaban a los acompañantes de la víctima: “¡Ustedes... lárguense!”.
A empellones, lo subieron al asiento trasero de una vagoneta y salieron del estacionamiento derrapando llantas. Uno de ellos le cubrió la boca y los ojos con una cinta mientras el otro conducía rumbo al poniente. Pasaron las vías ferroviarias del mercado Alianza y poco después se detuvieron.
Don Alberto pudo todavía orientarse sin ver y percatarse que detuvieron la vagoneta cerca de la colonia La Fe o la Primera Rinconada de la Unión. Lo bajaron y lo metieron a otro auto, pero ahora en la cajuela. Ya eran más individuos los involucrados en el secuestro, según las voces escuchadas por don Alberto, que sentía su corazón reventar por los fuertes latidos y el temor, ese temor que nunca lo abandonó, de morir en cualquier momento.
Media hora después llegaron a una vivienda que, luego supo, está ubicada al sur oriente de la ciudad, donde escuchó más voces todavía que percibió nerviosas. Le ordenaron caminar hasta que lo introdujeron a un pequeño cuarto de dos metros por 1.20, según pudo percatarse cuando le quitaron las cintas.
El maleante que daba las órdenes le dijo entonces lo que pretendían y le exigió el número telefónico de su casa para pedir el rescate... 25 millones de dólares. ¡Una fortuna! Sería poco menos que imposible reunirla. La desproporcionada petición de nueva cuenta le hizo temer por su vida.
En la casa de don Alberto ya sabían de los hechos por versión de sus colaboradores, de tal forma que permanecían a la expectativa en el teléfono, esperando se comunicaran. Al primer contacto telefónico, los familiares se angustiaron todavía más, pues se trataba de una cantidad estratosférica que no tenían ni podían reunir, por lo que intentaron negociar pero recibieron una negativa tajante: “¡O entregan el dinero o se lo lleva la...”.
A don Alberto le dieron un pequeño colchón de hule espuma, una mesita, una silla, un pequeño lavamanos y una cubeta de 20 litros, con poca agua, la que serviría para hacer sus necesidades fisiológicas durante el tiempo que permaneciera privado de su libertad.
Antes de dejarlo solo y a oscuras, esa primera noche en el inmundo cuarto, uno de los facinerosos le ordenó quitarse el calzado y la ropa, sólo quedó con el calzoncillo y la camiseta, aunque días después le dieron una pantalonera. Esa primera noche no pudo conciliar el sueño ni un minuto, la angustia empezó a convertirse en miedo... un miedo terrible que sólo pudo ser controlado más tarde con oraciones.
Don Alberto nunca pudo ver el rostro de sus victimarios, ya que al entrar al cuartucho lo hacían con pasamontaña y así sucedió durante el tiempo en que estuvo a merced de ellos.
Como requería medicamento, los maleantes se vieron en la necesidad de comprarlo, aunque no tal y como lo necesitaba, pero le sirvió para no enfermar a lo largo de su interminable cautiverio. Ese era otro de sus temores: enfermar y no poder recuperarse al estar encerrado.
Entre paupérrimas comidas —que le servían en platos y cucharas desechables— y continuas amenazas de muerte e insultos, fueron pasando los días, que se convirtieron en semanas y luego en meses. Y don Alberto en el pequeño espacio.
“Tu familia no quiere pagar, te vamos a matar y enterrar aquí mismo, ya estamos preparando tu agujero”, le dijo el que parecía jefe de la banda uno de esos días que se mostraba más exasperado. También ellos comenzaban a desesperarse.
En el cuarto había una puerta que daba al baño utilizado por los maleantes y carecía de ventilación. Cuando uno de éstos entraba, los olores eran en verdad insoportables. En ocasiones le abrían una pequeña ventana por unos minutos, cuando él lo pedía. Lo suplicaba, aunque no siempre accedían.
La dieta se componía de huevo, frijoles, otras veces caldo y sopa; alimentos insípidos en muchas ocasiones, pero necesarios y suficientes para sobrevivir. Unos días comía tres veces, otras dos y en ocasiones no probaba bocado, ya que detestaba sentir ganas de ir al baño, pues había que utilizar la incómoda cubeta. Lo único que deseaba, anhelaba y hasta soñaba, era que llegaran a un acuerdo con su familia.
Llegó así el 16 de noviembre, cumpleaños de don Alberto. Imposible evitar las lágrimas al recordar su cumpleaños donde todo era alegría, abrazos y felicitaciones de su esposa, hijos, otros familiares y sus muchos, muchos amigos. Siempre ha gozado de numerosas amistades.
El 11 de diciembre de 2001, otro día inolvidable. Es el día en que don Alberto, su familia y trabajadores, peregrinan en honor de la Virgen de Guadalupe. También esa fecha rompió en llanto al recordar. Todavía faltaba el 24 de diciembre, cuando uno de los encargados de vigilarlo, le llevó un bolo con una naranja y cacahuates, “de un rosario que hicieron unos vecinos”. Y el último día del año, cuando escuchó disparos y cohetes por la noche. Inolvidables le resultan desde entonces esas celebraciones.
Una pequeña mancha en la pared, arriba de la puerta del cuartucho, se asemejaba a la imagen de Cristo y eso le ayudó para buscar y encontrar fortaleza. Ya no se sintió abandonado, oraba con devoción y pedía que terminara la pesadilla.
El pelo y la barba comenzaron a crecer y crecer —así lo fotografiaron—, sólo le permitieron bañarse tres ocasiones durante toda su obligada permanencia en ese reducido espacio. Se sentía “como basura... peor que basura”, pero su deseo por vivir, que en ocasiones amenazaba con abandonarlo, se sobreponía al final y pudo continuar el calvario impuesto.
Aunque lo pedía, don Alberto no podía saber cómo iban las negociaciones entre sus captores y su familia. Sólo le decían que su esposa e hijos ya lo habían abandonado, que ya no se acordaban de él y que quizás tendría que morir de un balazo, como ya había sucedido con otra víctima, pues no querían pagar su rescate.
Para ocupar su mente en algo distinto, don Alberto escuchaba la radio que había en la habitación contigua y pidió que le llevaran el periódico. En ocasiones le llevaban El Siglo de Torreón, donde se enteraba de las noticias del día. Los maleantes le tomaron también fotografías con el diario para demostrarle a su familia que seguía vivo.
En la comunidad, la noticia comenzó a ser conocida pese a que los medios de comunicación callaron a solicitud de los familiares; era una de las condiciones de los captores. Otra, que no solicitaran el auxilio de los cuerpos policiales, “porque si sabemos que nos buscan, él se muere. Lo matamos”.
Al paso de los meses, la gente que sabía del secuestro llegó a pensar que don Alberto había muerto, pero sus familiares siempre supieron que seguía vivo, por los casetes y fotos que pudieron recibir de un padre y esposo más delgado, demacrado, con la barba y el pelo largo y desaliñado, que les pedía angustiado llegar lo más pronto posible a un arreglo.
Las negociaciones avanzaban en forma lenta, muy lenta, ya que las exigencias económicas de los maleantes, aunque habían bajado, seguían siendo inalcanzables para la familia de don Alberto que, mientras tanto, reunía todo el dinero posible para tratar de salvarlo. El estira y afloja tenía muy maltrecha y dañada también a la hija del secuestrado, encargada de las negociaciones.
No todos los captores eran iguales, uno de los encargados de vigilar a don Alberto mostraba una actitud bondadosa y le decía en ocasiones que tuviera fe, que sí habría arreglo y pronto saldría, aunque eso cada vez le parecía más lejano a la víctima.
Al fin, en los primeros días de marzo, le informaron que ya estaba próximo el arreglo y pronto sería liberado, lo que hizo sus días de espera más largos, aunque ya vislumbraba una esperanza. La noche del 12 de ese mes le dieron un pequeño espejo y dos rastrillos, pues uno solo no era suficiente para la larga barba. Escuchó lo siempre anhelado: “Prepárate, a las cinco de la mañana te vas”. Esa noche, la última en cautiverio, tampoco durmió un instante, ansiaba que llegaran las cinco de la mañana.
En la madrugada, don Alberto escuchó el ruido de un vehículo que se aproximaba a la casa y sintió una emoción indescriptible, contradictoria, pues todavía dudaba del arreglo y tenía temor que lo llevaran para matarlo, aunque se sobreponía la fe en que todo resultara bien.
“Ya te vas”, le dijo uno de los encapuchados que abrió la puerta al momento de aventarle su ropa y zapatos, lo mismo que vestía el 23 de octubre. Le cubrieron los ojos con cinta adhesiva y lentes oscuros mientras le daban instrucciones: “No intentes gritar, no vas a moverte para nada. Si te ordeno agacharte, lo haces rápido”. Lo encaminaron al vehículo, que abordó por la parte trasera.
Luego de vueltas y más vueltas en el vehículo, que lo dejaron mareado, casi al amanecer se detuvo el automóvil cerca de una placita donde lo bajaron y acompañaron a una banca. “Ten, es para que tomes un taxi a tu casa, pero no te vas a mover en diez minutos. Así como estás te quedas, no te quites los lentes. Te estamos vigilando”, le dijo uno de sus captores al momento de dejarle un billete de 50 pesos en la mano.
Para calcular los diez minutos, don Alberto contó hasta 500. Emocionado y a punto del llanto, se quitó los lentes, luego la cinta adhesiva y pudo ver el nuevo día en una plaza que de momento no supo dónde estaba ubicada. Caminó un poco, desconcertado pero feliz; observó que llegaba a la calle Mónaco, cerca del bulevar Constitución, reconoció el lugar. No estaba lejos de su casa.
Al avanzar, con inmenso gozo y ganas de gritar de alegría, vio acercarse a un taxista que le ofreció sus servicios, lo abordó y pidió lo llevara a su casa en la colonia Margaritas... ¡Su casa! Al llegar la observó como nunca lo había hecho, en forma apresurada descendió del auto, le dio el billete al taxista sin esperar el cambio y timbró con su forma peculiar de hacerlo, como sólo él lo hace. “Mi papá... mi papá... llegó mi papá”, alcanzó a escuchar los gritos de alegría el recién liberado. Don Alberto volvió a nacer ese jueves 13 de marzo... la pesadilla al fin había terminado.
*La identidad real se omite a petición expresa de la víctima.

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